miércoles, 26 de agosto de 2009

Cap II: Sobre "Human Storm"

Abrazaba a María contra mi pecho y practicamente la enterraba ahí. De esa manera todos los ángulos le impedían ver que estaba tan asustada como ella.
Nos habíamos acurrucado en el centro de la habitación, entre las cuatro paredes que toda mi vida consideré indestructibles. De chica había generado el hábito curioso de fabricar con papel todos los juguetes que mis padres no me concedían. Entre todas esas "esculturas" saturadas de cinta adhesiva, había una casa de muñecas. Su mampostería era de papel rayado, extraídode los cuadernos universitarios de mi madre, y las columnas eran biromes sin tinta.

María y yo nos habíamos encerrado en la recámara de mis padres, en el lugar al que más niños corren para desahogar sus pesadillas, estadísticamente hablando.
Pero esta vez las cuatro paredes se hicieron de papel. Este papel no era rayado, sino más bien floreado... con unos ramilletes de flores anaranjadas y vetustas que parecían deshojarse cada vez que se escuchaba caer un rayo.

Era tan fuerte la lluvia que se filtraba a través de las ventanas completamente cerradas... esas ventanas de fortaleza, enrejadas, con mosquitero, para que ni una mosca intrusa las traspasara. Y sin embargo, el agua siempre encuentra su camino, y humedecía las paredes de papel, que se hajaban y se retorcían de miedo y de frío.

Cuando el granizo comenzó a caer, mi álamo plateado, querido y corona del jardín, se desmoronó, quedando clavado en el techo. Mi álamo de seis orgullosos metros de altura estaba muerto, y a su alrededor se acumuló más agua, más hielo.

Y si yo tenía miedo, qué quedaba para los pájaros? Para los horneros? Me imaginé a los pichones muertos entre los restos de los nidos, desarmados sobre el asfalto... ¡Qué sería de toda las criaturas pequeñas, por fuera de estas paredes de papel?. Ese día, yo y María nos sentíamos parte de las criaturas pequeñas del mundo, una noción que en mí perdura hasta hoy.

La nariz de María sangraba a borbotones; estaba en estado de pánico. Era ese aullido de viento que no había cesado en los últimos treinta minutos, cual cáfila de brujas en cólera cortando el aire a su vuelo; inevitablemente, la hacían llorar.

El pequeño mundo que nos rodeaba mutaba bajo la lluvia y nosotras entre las paredes de papel sin ver nada más que hacia adentro, hacia la propia alma. Cerrábamos los ojos y estábamos solas. Y uno, acostumbrado a ser el astro radiante, se vuelve una estrella muerta del montón... porque... qué sol verdadero se apagaría con un baldazo de agua, por más celestial que fuera su procedencia?.

Sí, el pequeño mundo mutaba, ¡qué tormenta maravillosa! Apenas pude comprenderlo. Abandoné a María en la habitación, pues el miedo se había discipado y ahora quería abrir la puerta, pararme sobre mi álamo muerto, embarrarme en el fango hasta el tuétano, oler la tormenta. Y así lo hice, y vi caer los últimos árboles, y vi con dolor las grietas de mi casa de papel. Dolor necesario, si lo hay.

Tanta pasión me despiertan los movimientos destructivos, muy a pesar de los daños. La posibilidad de que de un mundo se desprendan tantos mundos nuevos, si una tormenta viene y patea el tablero.

La tormenta pasará, si, pero nosotros también podemos "pasar"... hacia el otro lado. No hay que tomar a las tormentas con ligereza...

María, la espera había sido eterna en nuestros términos y para nuestra conciencia. La tormenta estira y reduce el tiempo, tomó treinta minutos y los convirtió en la antesala del infierno, con su reloj de pared pintado que marca por siempre cinco minutos para las doce.

Cuando ya no quedaba paño en la habitación que no hubiésemos usado para detener su hemorragia, el aullido y las brujas se desvanecieron en un segundo tajante.

Unos minutos después... o un siglo después, correría calle abajo un río, llevándose consigo miembros de árboles caídos, una comadreja muerta, unos zapatos, una escoba, mis litografías de Max Ernst, arruinadas por el agua que consumió las paredes de papel.

Correría calle abajo la sangre de María, y se llevaría mi amor incondicional por la lluvia, porque durante un tiempo me aterró escuchar su golpeteo sobre la laja. Fuera de eso, todo lo que se llevaría, me sería devuelto en "otras formas". Aprendería que las paredes que levantamos son de papel.

Aquel huracán destruyó mi mundo diminuto, y acto seguido forzó a otro mundo a nacer.

lunes, 10 de agosto de 2009

Cap. I :Fin del mundo

El momento del quiebre apenas se parece a tiempo vivo. Sí más bien se parece a un punto quieto de la vida alrededor del cual se van formando pliegues. Una situación que ya no puede seguir siendo real: sus personajes se resbalan, sus relaciones son inverosímiles, retorcidas... ellos buscan arañar el aire, presienten el quiebre, lo huelen como a una alerta de incendio a medianoche. A último momento todos piden no caer, no ser barridos por el movimiento cíclico, por el morir y el nacer... el reaparecer en otro lugar, lejos de aquí, lejos de este punto final, del sitio bajo el cual el suelo se va a quebrar. Es rabiosa resistencia al cambio, si acaso no es cierto amor por todo lo malo conocido.
Los pliegues se juntan alrededor, uno es el pisapapeles, preso, que espera juntar la convicción necesaria para dejarse caer... dejar que todo caiga, lo malo conocido, el amor enfermo de muerte, que se alisen las arrugas, que la vida sea un llano de nuevo.

La vida se quebró y por la grieta yo también caí; porque la vida dolía, como si de vivir petrificado se hubiera tratado durante mucho tiempo, en posición insoportable e incómoda.

Y sin embargo al saltar también estaba triste, mortalmente triste, tan triste que me pareció que sería imposible estar viva al día siguiente. tristeza y miedo, miedo a todos y de todo.

Pero lo cierto es que hubo un día siguiente; lo cierto es que la vida no tiene por qué ser un círculo, cuando puede ser una espiral ascendente.

En el día que le sucedió al fin del mundo, comenzó Lingerbliss.