viernes, 23 de abril de 2010

Capítulo IV: "The A Side"

Insomne, Anathema me dijo una noche “creo soy un mal compositor”.

Hizo una pausa. Agregó, “no puedo componer si me lo propongo. Es algo que pasa independientemente de que yo quiera hacerlo o no. Simplemente algo que a veces pasa.”

Su Música, autónoma y caprichosa, lo ataca furtiva, sin aviso.

Recordé una vieja pregunta a la que nunca le encontré respuesta; yo pienso que la relación entre los artistas y sus piezas es la relación entre un encantador de serpientes y lógicamente, una serpiente.


¿Pero quién es la serpiente? ¿y quién es el que encanta?

¿Cuál es la causa y cuál el efecto?; si acaso aquello que brota de nosotros no se vuelve por completo independiente cuando le hemos dotado de un cuerpo. ¿Se trata de la musa que nos visita en la vigilia? ¿Es suya en realidad la autoría, y nosotros no somos más que instrumentos? ¿O el principio creador es una partícula que se cocina en el hervor de nuestra propia sangre?.

Hoy me acuerdo de canciones que probablemente nunca vuelva a cantar.

Anathema aún las toca en el piano, incompletas, algunas en parte olvidadas.

Tocarlas, cantarlas, es como sentarnos con la espina torcida a ver fotos viejas de afectos que se disolvieron. A veces tengo dolor en el pecho; realmente extraño el calor del cuerpo de esas canciones.

Entonces lo escucho tocar notas nuevas, y mi alma torcida se endereza.

Lo veo encorvado sobre el piano, y sé que es el lugar donde tiene que estar, el orden correcto de las cosas.

Él una vez me dijo que yo lo había empujado a aprender música, a hablar ese idioma de notas. Pero hoy soy yo la que escucha las demandas de esa Lengua Tirana. Primero las ha escuchado y obedecido él, y tras sus pasos he ido yo.

Entendí que el piano no es su instrumento, él es instrumento del piano. Y como todo instrumento, aunque sea de carne y hueso, es un insomne que espera en la vaina a que la Música se determine a hacer uso de él. Sabe él que como ese banquillo con el que se arrima a las teclas, hay pocos lugares en el mundo. Y a su lado, escuchando, cantando en voz muy baja, con los ojos cerrados, a veces húmedos, estoy yo.

Y se siente correcto.

miércoles, 14 de abril de 2010

Cap. III: Pequeños actos de Creación (2da parte)

Todo lo que ella alguna vez quiso, lo tuvo en papel.


Hasta los amigos que le acompañaban a la casa del árbol eran de papel. La casa del árbol en realidad era una retama encorvada sobre sí, con mucha imaginación apenas sí se parecía a una cueva... y si comenzaba a llover, el agua se filtraba entre las ramitas avejentadas, el papel se mojaba y la lluvia hacía surcos sobre la cinta adhesiva que unía las piernitas a los torsos de sus amigos.

Con el calor del verano había que hacer abanicos de papel, y en invierno las sábanas para la cama de su muñeca también eran de papel.

De papel  era su peineta cuando, en las fechas patrias, el colegio católico organizaba obras de teatro. A sus padres les parecía ridículo todo el asunto, una cuestión comercial. Con sus seis años no quería darles motivo para no estar orgullosos. Si le decían que no comprar una peineta era una decisión “racional y en contra del consumismo”, ella se mostraba de acuerdo.
En el fondo deseaba esas peinetas bonitas que tenían las otras chicas, que iban con el cabello lleno de bucles y con los vestidos voluminosos gracias a las enaguas. En el fondo, sí que le parecía relevante si otra niñita tenía un vestido de boutique y ella por el contrario tenía que usar un camisón de su abuela sobre el escenario.

Sin embargo es irrelevante ahora.

Ninguna experiencia tiene una consecuencia inequívoca y ella hoy en día no se pone a llorar cada vez que ve a una niñita con un peinado vistoso.

Aquellas circunstancias desembocaron en que su habitación se llenó de versiones en papel de cuanto objeto le hubiera atraído alguna vez y no pudiera tener. Apenas eran reconocibles, pero por algún motivo comenzó a preferir sus versiones de las cosas a las que ya conocía. No sé si a esa corta edad podía regocijarse en sentir lo que yo llamaría “poder”. Pero si… ¿acaso eran aquellos los primeros actos de creación? ¿Acaso no era una manifestación de poder transformar las cosas? ¿No era el primer descubrimiento de un principio activo? .

Es que hacer una versión propia de las cosas implica también el adorable compromiso de aprender lo necesario para producirlas. Primero fue domar el papel, sus pliegues, su tensión. Pero luego no es suficiente... tu mundo requiere algo más... y  te extiendes hacia las telas y los géneros. Conoces sus texturas, conoces a las que tienen volumen, a las que caen, a las que fácilmente de deshilan, a las que brillan maravillosamente bajo cierto tipo de luz. Después haces tus pasteles, con tus propias proporciones, disfrutas conocer el pequeño misterio químico que a determinada temperatura se produce entre la harina y el huevo. Hasta aprendes a disfrutar el aroma a aserrín caliente que desprende la madera cuando cede ante el paso de la sierra.

Es todo esto un adentrarse, un conectarse, un ejercicio constante, como quien ejecuta pruebas de fuego, habiendo aprendido de las mismas ampollas de sus labios, de su constante ensayo, lo necesario para que la llama se vuelva una extensión de sí mismo.

Conmueve la forma en que la materia se dispone más o menos dócilmente a nuestras ideas. El límite entre lo posible y lo imposible - entre lo que son y lo que pueden ser - se desdibuja. Si esto no es la esencia de la vida misma entonces no se me ocurre que otra cosa pudiera serlo.

Me gusta cuando tú juegas con papel. Gracias a ese juego habrá siempre nuevas cosas para ver, y aquí habremos de estar, con los ojos abiertos.

Me gusta cuando ella acaricia el papel. Se le pone vidriosa la mirada y recuerda que se puede hacer un mundo a medida a partir de él.

Cap. III: Pequeños actos de Creación (1era Parte)

El tópico de Física durante las últimas semanas había sido circuitos eléctricos, y la consigna de la profesora, ambiciosa, era hacer una especie de feria de ciencias en la que tendríamos que exponer proyectos que manifestaran nuestras muy básicas nociones sobre flujos de electricidad.


Teníamos dos semanas para hacerlo y mi bosquejo sobre el papel parecía bastante sencillo; así de engañosos como son siempre los bosquejos.

El plan era fabricar una caja, con cinco orificios en su cara superior, en los que se incrustarían cinco llaves con forma de rosa y tallo. Estando todas ubicadas en su posición simultáneamente, activarían un mecanismo que las haría girar “delicadamente”. Extra-oficialmente, era parte del proyecto agregarle un chip de caja musical para que… hmmm… tal vez “Para Eliza” acompañara el movimiento giratorio de las flores.

En el interior de la caja, habría cinco poleas unidas entre sí por bandas de caucho. La polea central iría sobre un pequeño motor. Sobre cada polea, habría a la vez una arandela de madera con dos salientes de metal, aisladas la una de la otra. La llave-rosa tendría papel de aluminio en su punta, y al penetrar la arandela, uniría los dos polos.

Al mismo tiempo, el circuito independiente sobre cada polea, iría “enlazado” al circuito independiente de las poleas aledañas. ¿Cómo? Escobillas de alambre de cobre… Cuando todas las llaves-rosa fueran colocadas, completarían sus circuitos independientes y se unirían al circuito mayor a través de este contacto mediante las escobillas de alambre: la única forma que se me ocurrió de mantener el vínculo una vez que hubieran comenzado a girar las poleas.

La apariencia de la caja no era un detalle menor. Me fascinaban las cajas de música y los artefactos al estilo huevo fabergé. Hasta el día de hoy visito las ferias de vejestorios y hurgo largo rato en las cajitas llenas de engranajes y piezas de reloj. La cuestión es que su superficie tenía que acompañar el “delicado” movimiento de las rosas (Hay una razón para que siempre coloque “delicado” entre comillas, por supuesto).

Visité una maderera. Encargué los cortes, busqué piezas de madera que pudiera usar para las poleas… Comencé a fabricar las llaves-rosa, hice cada rosa en porcelana fría y las pinté con devoción. había manchas de acrílico mezcladas con aserrín sobre la mesa, y en el piso había una fina alfombra de alambre que te lastimaba los pies si corrías el riesgo de caminar descalzo.

Por entonces Anathema y yo manteníamos nuestro vínculo a la distancia. El compareció en mi casa la primer semana para ayudarme con el proyecto. Tenía una descomunal confianza en él… en mi mente, él era omnisapiente.

Resultó que Anathema no era omnisapiente. Si tenía grandes habilidades técnicas, pero no pudo resolver la cuestión elemental de que mis primeras poleas, no eran PERFECTAMENTE redondas. Como casi cualquier pieza de fibrofácil calado a sierra, tenía ligeras imperfecciones casi imperceptibles al ojo pero suficientemente importantes como para que las poleas salieran disparadas de la caja al accionar el mecanismo.

Conseguir el motor fue otra historia. Se activaba con seis pilas AA y las agotaba en ocho minutos.

La primera versión de la caja no funcionó. La decisión racional era optar por algo más sencillo… pero mi pensamiento era fijo y mi único deseo era ver girar delicadamente mis rosas. Odié a Anathema por no tener las respuestas para todo. La frustración no me dejaba dormir ni detenerme para comer.  Rehice mil veces las benditas escobillas de cobre, que se enredaban en las poleas. Las peinaba una y mil veces, cruzaba los dedos, descartaba toneladas de pilas.

Dos días antes de la feria descubrí el asombroso método de cortar fibro fácil con láser. Conseguí hacer poleas perfectas, sin poros, sin asperezas.

Una vez más monté la caja maldita. Gasté otro adhesivo instantáneo (llevaba usados como nueve, mandaba a mi madre a comprármelos con gran urgencia al almacén cada vez que se agotaban). El papel aluminio en la base de mis llaves-rosa se rasgaba día de por medio, había que volvérselo a poner.

Finalmente coloqué una por una las rosas  y la caja maldita funcionó. ¡Y vi girar las rosas! El momento fue espeluznante porque el ruido de las poleas dentro de la caja más la velocidad que adquirieron en el movimiento, hacía suponer que había serios riesgos de perder un ojo de permanecer muy cercano a ella. ¿Era parte de su maldición? Lo cierto es que jamás giraron “delicadamente”. Siempre, desde el origen, la caja maldita sonó como una batidora.
Ese día el movimiento hipnótico duró cinco minutos, lo que soportaron las seis pilas.

En apariencia, la caja maldita era muy hermosa, eso me gratificaba enormemente. Y si bien su función dejaba que desear… activarla y levantar su tapa, y ver el movimiento, y ver cómo las escobillas de cobre resistían la fricción, como se mantenían cerrados los circuitos, eso era para mi maravilloso, y valía cada noche de angustia.

La caja maldita, como todo lo que está maldito, solo pudo andar una vez más, dos minutos antes de la feria. A alguien se le ocurrió que era una buena idea hacer un reconocimiento táctil de sus escobillas, y después de eso no volvió a funcionar.

Con el correr del tiempo la caja maldita se ha ido descomponiendo. Lleva diez años de existencia y ha sobrevivido a múltiples mudanzas. Hasta Anathema fue responsable en su momento de quebrar una de las llaves-rosa; es que la caja maldita tenía su lugar sobre un piano y él acostumbraba a hacerla a un lado.

Me hace enormemente feliz cada vez que la observo. Recuerdo la enorme cantidad de factores que tuvieron que confluir para que una vez funcionara, acaso su complejidad pudiera ser el motivo de su imperfección? Entonces su imperfección a mis ojos la hacía perfecta, y a la vez, muy humana.

¿Implican dolor todos los actos de creación? ¿Y acaso el dolor que se escoge en un acto de voluntad y se transforma en una gratifiación, merece seguir siendo llamado dolor?.