jueves, 19 de mayo de 2011

Capítulo XVI: Mosca-elefante

Hay algo que sobra
y hay algo que falta.

Y aún así,
no sé desde cuando sobra
ni sé desde cuando falta.

No podría sentir hoy que algo sobra,
si de aquello no hubiese tenido antes la medida justa.
Y no podría sentir hoy que algo falta,
si no lo hubiese tenido hasta ahora.

Es que ya se sabe,
estamos limitados a disfrutar de una cosa
solo diferenciándola de su opuesto.

Hay algo que sobra,
el peso de una mosca-elefante
sentada en mi hombro derecho.

Y hay algo que falta,
porque en el hombro izquierdo siento
esta liviandad incómoda,
el pájaro prófugo que en su lugar
deja por lástima sus plumas.

Hay algo que sobra,
y hay algo que falta,
y lo que sobra ni remotamente
me entretiene como para hacerme
olvidar de lo que falta.

Ni aunque la mosca-elefante
pesara exactamente dos libras,
-Lo que habría pesado el pájaro prófugo-
podría yo dejar de dar vueltas en la cama.

Qué terrible...
cuando el pájaro eres tú,
y tienes esas horrendas piernas que te llevan y traen,
pero sobre todo que te llevan más allá de mi hombro,
Horribles, horribles...

Qué terrible
Cuando las horrendas moscas elefante
Te zumban en la nuca la noche entera,
¿qué habría de hacer con ellas
si fuesen personas?

Pisar al elefante…
Ahuyentar a la mosca,
Y mandar a las horrendas bacantes
a que entretengan a todos esos horrendos Hombres.

Quiero quiero y quiero,
- porque soy caprichosa-
quiero que se marchen todos,
los hombres, los elefantes y las moscas,
Quiero quedarme
sufriente en la nada
para que sea lo que sea,
sea quien sea,
el pájaro vuelva, sienta pena,
y se apiade de mi alma.

lunes, 9 de mayo de 2011

Capítulo XV: мерзлота

A través del hielo de la merzlota la silueta del objeto en cuestión quedaba prácticamente velada. Su contorno apenas parecía desbordar los límites de lo que podría ser una perla negra, a pesar de no ser perfectamente redondeada. A la imaginación estaba librada su forma casi por completo, porque del objeto solo podía comprobarse que era pequeño y negro, y el misterio seguiría insondable mientras estuviera engarzado en ese eterno suelo de hielo.

Shcherbakov comenzó a picar con el cincel sin poner ni por un segundo en jaque su metódica paciencia. El biólogo sabía la pérdida irreparable que un brote de ansiedad podía provocar cuando se trataba de forzar cerraduras antaño puestas bajo llave.

La nieve, alborotada en pequeños remolinos, se alojaba entre los pliegues del anorak y en el interior de sus fosas nasales.  Pero Shcherbakov estaba tan habituado a esos cincuenta grados Celsius bajo cero que el estado de entumecimiento de aquel tercio de rostro suyo que quedaba a merced de la intemperie era ya un estado normal y corriente.

Entre sus dedos delicados y el objeto extraño se interponían tres guantes: uno de seda, uno de pluma, uno de lana. La perla permanecía engarzada en su anillo de hielo. Para estudiarla era indispensable derretirlo.

De regreso a Yakutsk, una vez en su despacho, el docto colocó el cubo de hielo en un recipiente sobre su escritorio. En la estufa ardían y crujían los leños; el hombre recuperaba de a poco la sensibilidad en el rostro. La respiración aún se le dificultaba, pero no era nada serio.

A través de la ventana podían verse las estalactitas que pendían del alero, y un poco más allá, si se desempañaba el vidrio, se distinguían algunos alerces completamente vestidos de nieve. A pesar de estar harto acostumbrado al blanco, en invierno sentía nostalgia por ver un poco de color y escuchar menos silencio. De cualquier forma, no era que pensara muy a menudo en aquello. De estar en otro lugar no podría siquiera conciliar el sueño; tan acostumbrado tenía el cuerpo a los días cortísimos en invierno. 

Por un instante había olvidado su hallazgo. Interrumpió su contemplación para acercarse al escritorio y alzar el recipiente hasta la altura de la barbilla. Clavó los ojos en la perla negra; serena flotaba en medio de un charquito de agua.

Resultó ser que la perla, nacarada y ahora verdosa, tenía seis patas, un par de tenazas y otro de antenas, todas intactas. 

"Pero si se trata de un escarabajo, después de todo..."

Cuánto tiempo había estado el escarabajo suspendido en el hielo, no podía decirlo con certeza con solo mirarlo, pero apostaba que había estado allí por más de mil años.

Suavemente lo colocó sobre el escritorio, en el espacio que había entre un quinqué y un cenicero, y allí permaneció el escarabajo por lo que restaba del invierno.

Cuando Shcherbakov tenía las manos cansadas de golpear las pesadas teclas de su máquina de escribir, se tomaba unos minutos para relajarse y generalmente lo hacía mientras punzaba  al escarabajo con la punta de un lápiz. En una oportunidad,  el fogonero encargado de mantener encendidas las estufas le había dicho: "Doctor Shcherbakovqué juguete más bonito!".Orgulloso el doctor asentía.

Cuando llegó la primavera, se hizo innecesario alimentar las estufas. De hecho, era imprescindible abrir las ventanas, porque el calor era casi insoportable y la humedad hacía doler los huesos. El sol apenas tibio del invierno se ponía furioso pasada la estación, derretía los dos metros de hielo superficial bajo el cual descansaba eternamente la merzlota y hacía fluir nuevamente la corriente del río Lena. A poco más de un metro del suelo se levantaban enormes enjambres de insectos... se preguntaba uno dónde se habrían refugiado durante tantos meses de quietud estéril... cómo podrían haber sobrevivido a esos cincuenta grados Celsius bajo cero. Tanto era el caudal de agua desprendido que la tundra se convertía en tierra de marismas fangosas, cunas de vida.

Hacía mucho calor. A través de las ventanas abiertas de par en par, Shcherbakov se distraía contemplando los alerces y los pinos, ahora verdes y azules. En primavera sentía algo de nostalgia por la paz que le transmitía el blanco. Sonreía y se burlaba de sí mismo, sabiéndose siempre insatisfecho.

Cuando quiso volver a concentrarse en sus papeles, no pudo rehuir a la tentación de punzar con el lápiz al escarabajo. Lo punzó una vez, y dos veces, y al cabo de la tercera se dispuso a retomar su lectura, solo que con el rabillo del ojo creyó ver que el escarabajo se movía.

Se acomodó los lentes ajustándolos al tabique. Convencido de las falencias de su percepción, punzó por cuarta vez al insecto. 

Ni bien la punta del lápiz se arrimó a las tenazas del escarabajo, para sorpresa del docto, éste desplegó sus alas, se sacudió los años y muy decididamente alzó vuelo y se marchó a través de la ventana para retornar a los árboles de la taiga.

Shcherbakov estaba perplejo; ¿cuánto tiempo había estado ese escarabajo dormido?. 

Cerró los ojos e imaginó el abanico de criaturas que habrían de estar allí petrificadas, en el hielo eterno de la merzlota. Si podía encontrarlas y hacerles oler la primavera acaso podría revivirlas a todas.

Ah!, pero en este delirio suyo parecía pasar inadvertido el verdadero carácter de lo acontecido. Acababa de presenciar un milagro, y Shcherbakov en lugar de abrir los ojos y seguir el trayecto del insecto camino a la taiga, ya estaba preocupado por cómo haría para volverlo un truco de magia, cómo repetirlo hasta el hartazgo, cómo haría para convertirlo en algo más mundano.