lunes, 1 de noviembre de 2010

Capítulo VII: El alma en la taza

"Estar" es un acto complejo que requiere de voluntad.

Nadie podría decir a ciencia cierta en qué consiste o cuales son las dimensiones del acto, pero suficientes estarían dispuestos a aceptar que va más allá de la presencia física.

Algunas consideraciones:

El perro está enterrado en el jardín de atrás, el día está húmedo, y esta página está almacenándose en caché.

Pero ni el objeto que yace innanimado bajo tierra, ni el fenómeno natural, ni los bytes que componen esta sencilla tipografía Arial tienen voluntad alguna, y aún así pueden estar.

Pero estar a consciencia y con cada fibra, y en ese estando gerundio que es gravitar junto a otro con presencia-masa... eso sí, es un acto profundo y complejo.

Hay algo de sedentario en aquel que puede estar.  Hay una parte de él que no pelea contra el tiempo, y si pelea, finalmente se deja domesticar. Sabe que a veces será el caminante y que otras veces será quien aguarde a un lado del camino, esperando a que te ates los cordones de las zapatillas, que te recompongas bebiendo agua, hasta que hayas hecho lo que te convierte en protagonista de una hora de la que los demás son extras.

Que se comprenda: para estar, hay que dejar de andar. Eventualmente, apartarse momentáneamente de la propia marcha. Para dejar de caminar, hay que dejar de ser el sol, y para dejar de ser el sol, hay que dejar de brillar. No cualquiera está dispuesto a dejar de ser el sol. No cualquiera está dispuesto a estar.

Y la verdad es que no le agrada al nómade confesar que no puede estar. Siente que su necesaria libertad, la que siente indispensable para respirar, está siendo atravesada por un enjuiciamiento moral, como si fuese amoral su no-posibilidad de estar, su incapacidad de renunciar.

Yo no sé si Él es nómade, o un espíritu muy libre, pero hace tiempo que no está, y siento que ha estado muy poco. Si le preguntan dirá que yo cerré las ventanas y no le he dejado entrar. Yo diré que hasta donde tengo entendido, solo los monstruos y los fantasmas buscan entrar por las ventanas, y que para todos los demás, criaturas diurnas y de la luz, existen las puertas.

Algunos nómades nos visitan de vez en cuando montados en sus dromedarios, cargados de regalos y espejitos de las Indias. A veces nos recuerdan esporádicamente en sus viajes y eligen algo especialmente para nosotros, cuando tenemos suerte. Otras veces somos menos afortunados y recibimos algo más genérico, menos personal. El amor viene en estos exóticos envoltorios.

Los últimos años Él ha venido a verme a través de la ventana y ha permanecido algunas horas allí, con su mano tras el vidrio. Permanecer sin estar.

Su último intento por estar, por hacerse carne y materializarse, fue a través de un juego de seis tazas de cerámica. Blancas, blanquísimas, no decían demasiado, ni de mí, ni de él, ni de nosotros. Sin embargo su espíritu estaba en esas seis tazas blancas, porque así lo quiso él,  así lo entendí y así lo acepté, y así sentí su observancia desde el primer día en que se alojaron las tazas en el primer piso de la alacena.

Pero hace un par de meses Miguel dejó caer desde el tablero de dibujo una de las tazas repleta de café, partiéndose esta última en dos mitades perfectas.  Y entonces un mar de café desbordó sobre las baldozas, y mi gata aprovechó para probar por primera vez el adictivo sabor de la cafeína.  Miguel se deshacía en disculpas.  En cuanto a mí, el mundo alrededor se detuvo con el estallido de la cerámica y ahora se reiniciaba pero en cámara lenta.

Mi corazón se detuvo porque una sexta parte de Él permanecía quebrada e inmóvil en el piso.

Horrorizada, corrí a recoger las partes. Lo hice de prisa, como si dejar pasar el tiempo aumentara los factores de riesgo de perderlo. Como si lavar con urgencia los dos fragmentos, quitarle los restos de café, secarlos y con total premura para pegarlos, fuera el protocolo necesario para hacer que el espíritu de mi Padre volviera inmediatamente a las entrañas de la taza. 

Rogaba que lo que quedaba de pegamento en mi cajón de arreglos domésticos fuera suficiente... era indispensable que el tubito estuviera lleno, y en esa veintena de segundos fue tan dramático como buscar una dosis vital de epinefrina para hacer reaccionar un corazón en paro.

 No había un segundo que perder.

Tomé  la esponja, la llené de detergente y comencé a quitarle el café... y con tanto  empeño lo hice, que por completo olvidé cuan profundo puede cortar la cerámica astillada.

Arrancado un centímetro de la carne de mi pulgar derecho, mientras la sangre me brotaba a borbotones y se mezclaba con el detergente, el aliento se me escapaba del pecho.

Desde la alacena me miraban consternadas las cinco tazas restantes... cinco sextos de Padre odiaban a Miguel por la ofensa. Cinco sextos suyos me recordaban que ellas eran lo más  representativo de él que había en casa. Cinco sextos de su espíritu de cerámica me gritaban y me volvían loca... Me cuestionaban no haberlas cuidado suficiente, me preguntaban qué diría Él si supiera lo que había ocurrido con su regalo, me preguntaban...

Mientras yo les preguntaba: "Sí sí... ustedes tienen razón, pero Él...Él, de carne y hueso, dónde está?"

Porque como estar... de "estar"... no estaba.

Cerrado ya el grifo,  sanada la taza, aún brotaba sangre de la herida. Habría merecido uno o dos puntos en la guardia del sanatorio, pero fue enmendada con la gotita y con banditas, decenas de banditas.

Durante una semana, la herida no dejó de abrirse. Y todos los días ardió, y todos los días sangró. Y una vez que cerró, se transformó en esta pequeña marquita que tanto me molesta ver, allí, en mi mano derecha, muy cerca de lo que en quiromancia conocemos como el monte de Venus.

Cada vez que veo esa cicatriz chiquita pienso que está allí porque me pareció más importante devolverle el alma al cuerpo a una taza que mi propio pulgar.  Ese objeto donde Él en verdad no está, y donde nunca estuvo. 

Esa cicatriz chiquita se burla de mi y me recuerda que hay tazas parlantes en casa, entre otros tantos espejitos de las Indias que también hablan. Todos han servido para que la consciencia del nómade le sea afable y lo deje dormir en paz. ¿Pero de qué me han servido ellos a mí?  ¿Objetos en los que viven fantasmas? pero los fantasmas no pueden estar... no te abrazan, no te consuelan, no te esperan al lado del camino, nunca son extras en tu historia.

Creo que a grandes rasgos... no estás si no hay voluntad de estar.
Y los nómades, aunque no puedan confesarlo, no pueden estar, y van por ahí intentando quedar en los objetos que van dejando atrás.  Atrás quedaron seis tazas, cacharros, objetos bonitos y objetos feos, y a pesar de todo lo que quedó, y por mucho que yo quiera que esté, Él en esas cosas no está.

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