viernes, 3 de diciembre de 2010

Capítulo XI: Agua (o sobre Transition) parte I

No camino en la tierra, la desconozco.

La desconozco con los pies, con los ojos, con todos los sentidos,
me pregunto qué es de ella.

Nací, crecí y todo sobre mí se hizo en el agua, en un mar de agua salada, a temperaturas bajas.
Me muevo con torpeza, lamentando cada centímetro cúbico de mi volumen. Y es aquí tan profundo que nunca puedo determinar, a ciencia exacta, a cuánto me encuentro del suelo.

El curso de las corrientes me resulta impredescible; indescifrable como los patrones que controlan todo lo que aquí habita y se mueve. Porque si en la tierra nos gobierna la gravedad, aquí abajo rigen infinidad de autoridades igual de competentes.

Hace frío.  No he podido acostumbrarme al frío que hace aquí. Ni al color de la vida, azul oscuro, gris poluto. Ni al vacío que se extiende hacia todo punto cardinal como un crepúsculo que se traga las veinticuatro horas de un día que es siempre noche y no deja ver más allá de la estela de burbujitas que siempre me sigue como mi sombra.

Qué egocentrismo más absoluto.. percibir nada salvo mi respiración.
¿Pero qué hay aquí además de mi propia compañía, además de este Yo,
por demás insuficiente?
¿Quién escucha? ¿Quién habla?
Todo por fuera de mí es hostil.
Los Otros son manchas borrosas,
son peces que no tienen párpados,
se acercan flotando, formados en una cáfila espectral,
 mostrándome los dientes, queriendo arrancarme la piel.

Siento dolor, ¡todo el tiempo dolor!, dolor sin objeto, a veces sin estímulo ni motivo, dolor que ya es cansancio.

Esperaba ansiosa que un día las puntas de mis nervios se quemaran, sobrecargadas. Que comenzaran a fallar, primero de manera intermitente, y que luego, colapsado el sistema, finalmente me apagara.

Entonces sí, quizás, pudiera entregarme de lleno al movimiento involuntario que desencadenan las olas. Ya no tendría más de aquellos actos reflejo de querer pisar duro sobre el agua, o la necesidad de permanencer en el mismo lugar por más de un par de segundos, sufriendo por estar atada a la marea.

E iría zurcando en mi vuelo impreciso miles de dunas de arena blanca, que vendrían una detrás de otra, dejándome de ellas nada y quitándome nada de otras.

De tanto cabalgar al lomo de la turbulencia... sí... de tanto en tanto, recibo algún impulso violento que me lleva de cara al borde de la superficie. ¿Qué pasaría si me atreviera a romper el espéculo de agua y me empapara de aire?.

Pienso que en el preciso instante en que abandonara el agua; comenzarían a regir nuevas fuerzas en la tierra. Comenzarían los hombres a arrancarse sin dolor alguno los párpados, para luego dar un salto y nadar en las alturas, y las mismas alturas se volverían azules y oscuras; porque me temo muy a mi pesar que mi corazón, que mis ojos, que los cristales de mis ventanas, están hechos de agua. Y que de agua será, donde quiera que yo esté, a donde quiera que yo vaya.

(Febrero de 2008, en los días del Fin del Mundo)

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